miércoles, 17 de julio de 2013

TODO FINAL ES UN PRINCIPIO

1.-EL TALLER

Cuando Sito nos llamó a su despacho, yo ya sabía lo que iba a pasar: “Avisa a Jaime y venid los dos”, me dijo. Salí de mi oficina y recorrí el corto pasillo que me separaba del taller. Nunca tan largos se me hicieron aquellos diez metros que tantas veces había recorrido.
Jaime estaba debajo de un coche, como solía ser habitual, lleno de grasa. Le llamé pero no me oyó, así que tuve que golpearle en la pierna. Tenía la música a todo volumen. “Nos llama Sito al despacho”. “¿Qué pasó?” me dijo con voz temblorosa. En mi cara se podía ver que nada bueno.
El pasillo de vuelta se hizo aún más largo que a la ida. Como reo que recorre el corredor de la muerte, yo iba resignado a lo que se nos venía encima. Jaime en cambio, estaba más asustado, al menos, por fuera. No paraba de preguntarme que pasaba, e insistía en que seguía siendo el mejor mecánico de la ciudad y no podían echarle. Lo primero seguro que era cierto, al menos, más cierto que lo segundo. Con poco éxito, intenté tranquilizarlo.
Sito estaba sentado detrás de la gran mesa que había mandado hacer, hace ya treinta años, su padre. A pesar de ser más alto de lo que era Don Andrés, la mesa se le hacía mucho más grande, apenas se le veía enterrado en el sofá de piel.
En cuanto Sito empezó a hablar, lo dejé de oír, sabía perfectamente lo que iba a decir, a fin de cuentas lo conocía desde que era un niño. De forma aislada oía palabras como “crisis” ,“he fallado” “lo siento”, “si estuviese mi padre”... pero mi cabeza me llevaba a los tiempos felices en los que en taller trabajábamos 10 personas, quizá el mejor taller de la ciudad. El trabajo no faltaba y cobrábamos nuestro sueldo y nuestras horas, porque se trabajaba hasta tarde. Sito, que de aquella apenas era un niño, correteaba entre los coches y se subía a los hombros de Jaime para preguntarle “¿Que es eso? ¿Que es aquello?” sobre cada pieza de los coches que desmontaba. Por aquel entonces, yo también estaba en el taller, aunque no se me daba demasiado bien. En la oficina se bastaba Don Andrés y su mujer, Doña Clara.
Cuando volví a la realidad del momento, Sito estaba llorando. Pero esta vez, no estaba Don Andrés para solucionar el problema, como cuando de chaval llegaba con un coche que había accidentado, y sus lágrimas ablandaban a su padre para que se hiciese cargo de todo.
Me ví obligado a consolar a los dos. El uno no era capaz de objetivizar una situación llena de emociones, y el otro no paraba de preguntar “¿Y esto como se lo cuento yo a Carmen?”.
Cogí a mi amigo (más de treinta años trabajando juntos) y lo saqué de allí bajo el brazo. Era la hora de salir y ese día, con más motivo que ninguno, nos habíamos ganado una cerveza en el bar de enfrente.
Apenas pude razonar con él. No era el mejor momento para quedarse en el paro, no quedaba duda, pero había que seguir adelante. Le recomendé que fuese a casa y le contase lo sucedido a su mujer, que aunque nunca nos habíamos llevado bien, era la primera que tenía que saber lo que había pasado. De echo, esta era LA GRAN PREOCUPACIÓN de Jaime, “De ésta, fijo que me deja” decía tembloroso.


1.-UN NUEVO PRINCIPIO

De camino a casa, paré en el centro comercial. Compré un gran ramo de flores, como los que le gustaban a Marta. Los niños estarían ya en casa, posiblemente con los deberes hechos, y queriendo cenar para ver un rato la tele.
Efectivamente, desde la puerta se olía la cena, macarrones al horno, era viernes. Marta ponía la mesa, y contestó con cara de interrogante al ramo de flores. Llamé a los niños a cenar, “ahora te cuento” dije.
Estaban intranquilos tenían un montón de planes para el fin de semana, y se interrumpían al hablar. Les pedí un minuto de silencio, tenía que contar una cosa:
-Os tengo que contar una cosa. (Empecé con algo de solemnidad).
Sabéis porqué se celebran los cumpleaños? Porque se cumple un año del día que más puede celebrar una persona, el día que nace, el día que todo empieza para él.
Lo normal es que la gente solo tenga un cumpleaños, y por tanto esa celebración solo la pueda hacer una vez al año. Desde hoy, yo tengo dos. Vamos a poder celebrar mi cumpleaños dos veces, porque hoy he tenido una suerte enorme. Una suerte que casi nadie tiene en la vida. (Marta me sonreía con una lágrima resbalándole por la mejilla).
Hoy ha cerrado el taller, para siempre. Y por eso tengo la oportunidad de volver a empezar. (los niños se quedaron como estatuas, supongo que no terminaban de entenderlo), Esto va a implicar algunos cambios, y tenemos que empezar desde ya. Será una gran aventura, que correremos todos juntos y necesitamos hacerlo como un equipo. Me vais a ayudar?
-Sí papá, dijo David con voz seria.
-Pues este fin de semana vamos a ordenar muy bien la casa y recogerlo todo, vamos a irnos a vivir una temporada a casa de los abuelos, que para esta nueva vida que empieza hoy, tenemos que deshacernos de muchas cosas de la vida de antes.

Terminamos de cenar casi en silencio, lo cierto es que me costaba transmitir el ánimo que me hubiese gustado, y todos notaban que mi alegría tenía mucho de fingido.
Teníamos algo de dinero ahorrado, pero con los niños, la casa, colegio... lo cierto es que apenas nos daría para tirar un año. Había que buscar soluciones, y lo primero era reducir gastos, la casa de mis padres podría ser una buena solución temporal. Marta estaba de acuerdo, ya lo habíamos hablado si se daba la situación que se había dado.
Esa misma noche Jaime me llamó tres veces, era incapaz de hablar con Carmen, su mujer. Y yo incapaz de ayudarle.

3.- LOS PRIMEROS MESES

El cambio fue para bien, sobre todo al principio. Mis padres se alegraron de tenernos en casa, y poder estar más tiempo con los nietos. Para mí era volver a empezar en toda regla, mi habitación, el olor de mi casa... Por suerte pudimos alquilar nuestro chalet bastante bien, suficiente para pagar la hipoteca. Y con el paro, lo cierto es que para los gastos, nos daba. Marta volvió a coser para algunas tiendas del centro, subir pantalones y esas cosas. Yo, día tras día, me levantaba con el convencimiento de que ese iba a ser EL DÍA de encontrar trabajo, pero EL DÍA nunca llegaba.
El mejor fue el primer mes. Todos necesitamos cambiar de vez en cuando, y lo vivíamos como unas vacaciones en casa de los abuelos. A partir del segundo, empezaron a surgir esos roces que tiene el que seis personas compartan 90 metros cuadrados. Además, yo me empezaba a preocupar, porque trabajo, no había.
Jaime me llamaba casi a diario, y de vez en cuando echaba una cerveza con él. En su fuero interno pretendía que yo le ayudara (a pesar de estar más jodido que él, que no tenía niños). Insistía en que era el mejor mecánico de la ciudad pero que la cosa estaba fatal. Apenas había visitado tres talleres para pedirles trabajo y ni siquiera había redactado un curriculum (aunque cierto es que sería un curriculum de una línea, llevábamos trabajando en el taller toda la vida).
Al tercer mes me pidió dinero. Tenía que pagar algunas cosas. Seguía haciendo la misma vida que antes. A Carmen la seguía viendo de compras por el centro con frecuencia, aunque nunca me paraba a hablar con ella, no nos llevábamos bien, ya lo había comentado. Sospechaba que no le había contado toda la verdad a su mujer, así que le dije que le dejaba el dinero si me prometía que iba a contárselo a Carmen y si no se lo contaría yo. Así lo hizo y yo le dejé el dinero. A la semana siguiente llamé a casa de Jaime preguntando por él, “Está trabajando” “¿Donde?” contesté. “No seas tonto, donde va a ser.. en el taller!!!” me dijo su mujer. Posiblemente había perdido 1.600€ pero me dolía más perder la confianza en un amigo. No le dije nada a Carmen, pero tampoco a Jaime, ya no más.

4.- LA NECESIDAD AGUDIZA EL INGENIO

Era ya demasiado tiempo, y no parecía que fue a aparecer nunca un trabajo. Así que empecé a plantearme el montar un negocio por mi cuenta. Lo cierto es que tampoco sabía hacer nada útil, mi trabajo se limitaba a hacer facturas, presupuestos, ordenar papeles, albaranes... Y los talleres de la ciudad, con los que tenía buen trato, no parecía que estuviesen buscando gente, más bien todo lo contrario.
No se vendía coches, y los que había andaban menos kilómetros, pero aún así me sorprendía que los talleres tuviesen tan poco trabajo, así que me empecé a fijar en los coches aparcados y los que circulaban por las calles.
Casi todos tenían falta de cuidado, el que no estaba rayado, perdía algo de aceite, o tenía la tapicería hecha polvo, o por el ruido le rozaba el ventilador, o la correa. Trabajo no parecía que faltase. Incluso los coches buenos, de gente que tendría dinero para arreglarlos, tenían falta de mantenimiento. Quizá el tener que trabajar más para ganar lo mismo, hiciese que les faltase tiempo para llevarlos ellos mismos al taller. Se me ocurrió una idea.
Esa misma tarde monté sobre mi bicicleta plegable una batería de coche con una dinamo y empecé a diseñar una “carrocería” para serigrafiarla. Por una temporada tendría que renunciar a salir de paseo con los niños. Preparé una repisa en la parte de atrás con el hueco justo para montar mi portátil con una impresora debajo. Acababa de nacer “TELE-TALLER”. Mi cuñado me diseñó un logo e hicimos unas pegatinas impresionantes para pegar en los costados.
La gestoría que llevaba las cosas a Sito, no puso problemas en arreglarme los papeles gratis para darme de alta como autónomo. Decía que ya le pagaría con los beneficios.
La idea era sencilla, recorrer las calles buscando coches con reparaciones que el dueño estuviese dispuesto a arreglar, preparar un presupuesto al momento y dejárselo en el parabrisas con mi teléfono. En el momento que me llamasen, me acercaba con la bici, la metía en el maletero y le llevaba el coche a arreglar mientras el dueño estaba trabajando, o en casa. Estaba impaciente por empezar.

5.- EL FINAL DEL PRINCIPIO

Reconozco que las primeras semanas fueron duras, creo que hice más de doscientos presupuestos hasta que tuve la primera llamada. La gente me veía a mis cincuenta y tantos años en mi bici plegable y se reían de mí. Nunca pensé en rendirme, pero reconozco que alguna lágrima de rabia sí que solté. Solo pensar en mi familia me hubiera dado fuerzas para dar la vuelta a mundo con aquella bicicleta plegable de mierda. No iba a parar.
Fue casi sin darme cuenta, al principio me solían llamar para lavar el coche, un cambio de aceite como mucho, o llevarlo a pasar la ITV. Yo le ponía mucha ilusión. La misma si me pedía que le revisase la presión de las ruedas que si me hubiese tocado la lotería. Y poco a poco, me empezaba a llamar, incluso gente a la que no había hecho presupuestos, solo me conocían de oídas. En los talleres empezaron a hacerme descuentos bastante jugosos, a fin de cuentas, les llevaba trabajo.
En un año tenía a dos chicos con bicicletas plegables recogiendo y entregando los coches a los clientes.
Fue entonces cuando pensé en montar mi propio taller, tenía mucho trabajo y alguna vez me fallaban en el plazo. Quizá así controlase mejor los tiempos.
Llamé a Jaime, a fin y al cabo, seguía siendo el mejor mecánico de la ciudad, quedamos a tomar una cerveza. Su mujer le había dejado y estaba viviendo con su hermano. Cuando le propuse montar un taller a medias, nos fundimos en un abrazo. “eso sí, el primer sueldo, ya lo has cobrado” “esperaré por el segundo” me dijo con una gran sonrisa.

Alberto Rodriguez Boo

En un barco a la deriva:
El pesimista se pone a rezar seguro de su muerte.
El optimista se tumba en cubierta seguro de que alguien irá a rescatarlo.
El realista... rema.

jueves, 23 de febrero de 2012

EL DESIERTO DE LA HORMIGA

Caminaba la hormiga por el interminable desierto que era aquella playa. A lo lejos el mar, horizonte inalcanzable. Tanto anduvo, olvidó el agua, y la arena se convirtió en su destino. 
Un día, el agua mojó sus pies. Había llegado al objetivo, casi sin darse cuenta.
Ahora tendría que aprender a nadar.

¿Cuantas objetivos alcanzados, cuando apenas hemos llegado al principio?

Cambio, adaptación, evolución, superación, en la vida, no hay objetivos, solo camino.

jueves, 2 de febrero de 2012

EL PELUQUERO

En aquel lejano país, todos los niños estábamos obligados a ir al peluquero con frecuencia. Había padres que ejercían la función, incluso en estos casos era obligatorio. Es más, era a estos niños a los que más atención prestaban los peluqueros, pues desconfiaban de que sus padres hiciesen mal el trabajo. Yo era uno de esos niños. Primero mi abuela y luego mi madre, me sentaban en el baño frente al espejo. Cerraban la puerta para generar un ambiente hermético, sin ruidos ni oídos. Incluso cogían una tijera para darle más realismo a la situación, y con tesón y paciencia, recreábamos la puesta en escena de un corte de pelo. Recuerdo en la lejanía las primeras veces, las recuerdo con inquietud y miedo. Todo lo que rodeaba cortarse el pelo me ponía nervioso, no porque me asustasen las tijeras o el encerrarme en el baño con mi abuela y mi madre; lo que me preocupaba era la preocupación que veía en sus caras. Aún sin saber exactamente porqué, deducía que era algo importante y peligroso.
Un día tras otro, recreábamos la situación de cortar el pelo, siempre la misma dinámica, siempre los mismos procedimientos, siempre las mismas preguntas. Mi madre, con un nerviosismo disfrazado de ternura, corregía mis respuestas. Insistiendo, una vez tras otra, en las mismas cosas. A veces, sobre todo las primeras veces, me ponía a llorar, pero ni siquiera ahí parábamos. Me explicaría, años después, que de haber hecho caso de mis lloros, nunca habría aprendido a ir al peluquero; pues en el peluquero de verdad, se llora, y eso no arregla nada.
Las primeras veces que fui al de verdad, debió de salir todo bastante bien. Recuerdo, que la preocupación y nerviosismo que transmitía la mirada de mi madre al entrar, se tornaba relajación y alegría al salir. De hecho, muchas veces me compraba gominolas, cosa que era tremendamente excepcional.
Quizá porque nos relajamos, quizá porque tenía que ser así, a los doce años me cambiaron el peluquero. En lugar de ir al que había ido toda mi vida, en mi pueblo, me hicieron ir una vez al mes a uno en la capital. Tres horas en autobús todos los meses, con la cantidad de cosas que tenía que hacer, fue un incordio importante. Estaba claro que no se fiaban de que el de mi pueblo estuviese haciendo bien su trabajo. Al fin y al cabo, en el pueblo nos conocíamos todos y existía cierta complicidad. De hecho solo yo y otro niño, hijo de un maestro, teníamos que ir al peluquero de la capital.
Volvimos otra vez a las sesiones interminables en el baño, las recreaciones completas, con sus rituales y sus dinámicas. Sentía una impotencia enorme. Las ganas de llorar me venían cada día, pero ya me había hecho mayor y las lágrimas se convertían en rabia contenida. Mordiéndome los labios, aguantaba día tras día, las sesiones de peluquería en el baño. Además, los niños del colegio me empezaban a mirar raro, porque todo el mundo sabía que yo era el que tenía que ir al peluquero de la capital. Y en cualquier sitio ser diferente está mal, pero en mi pueblo aún más.
Estaba claro que había diferencias entre los peluqueros. El de mi pueblo, al fin y al cabo, era un vecino más. Hacía su trabajo y lo sacaba adelante, pero no era un profesional. Buscaban, pero no encontraban, era más un trabajo de cotilleo que otra cosa. Los auténticos profesionales estaban allí, en la capital. 
La primera vez que fui, recuerdo que sobre todo, me impuso el edificio: Gris, enorme, y sin ninguna ventana. Parecía como un bloque de hormigón, de los que ponen en los puertos, pero en plan gigante. Una pequeña puerta en la fachada te hacía sentirte una hormiga. La gente dentro estaba muy seria. Con mis doce años, dí mi nombre y dije que tenía cita con el peluquero. Me acompañaron a una sala de espera, donde otros niños como yo esperaban su turno. 
Todos se veían serios, pero en el fondo de sus ojos, yo que tenía mi experiencia, podía ver un brillo especial. Por desgracia ese brillo, que tenían todos al entrar, no todos lo tenían al salir. Setenta y dos veces tuve que ir a la capital, no olvidaré ninguna de ellas. Setenta y dos veces sentado en la gran silla frente al espejo. Setenta y dos veces respondiendo a las insidiosas preguntas del peluquero. Setenta y dos veces siendo atormentado el chac-chac-chac de las tijeras junto a mi oreja. Por suerte, al cumplir los dieciocho se dieron por vencidos y entendieron que su trabajo estaba hecho. Porque lo realmente importante de todo aquello, no era la amputación que se producía de nuestras protuberancias capilares, sino el cortar los sueños que desde muy temprana edad se desarrollaban en la cabeza de los niños. Y esos sueños eran lo realmente peligroso que había que recortar.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

EL TOPO TOD

Tod, era un pequeño topo muy inquieto. Le gustaba hacer sus túneles de forma que hiciesen ángulos perfectos de 90 grados. Disfrutaba haciendo largos pasadizos en el subsuelo para luego poner a prueba su habilidad uniéndolo con los que ya tenía. Formaba cuadrículas enormes. Era un trabajo duro que le ocupaba largas horas cada día. En cierta ocasión uno de esos túneles le llevó al exterior. Vio la luz y ya nada volvió a ser lo mismo. A partir de aquel día los túneles se le hicieron pequeños, muy pequeños. Hoy busca a cada momento la excusa para poder salir y volver a disfrutar de la compañía y la dulzura de la luz que le acuna cuando sale.
¿Quien no ha deseado , alguna vez, encontrar su luz?.

domingo, 6 de noviembre de 2011

EL TESTAMENTO

Hay varios momentos claves en la vida de una persona, hace poco descubrí que son tres. Uno es la consecución de la autonomía, aquel en que por fin planificas tu día y tu tiempo de forma individual. Yo fui consciente de ello la primera vez que pasé un fin de semana fuera de casa con mis amigos, recuerdo que fue una excursión con acampada en el jardín de un amigo y tuve que organizarme por mi mismo. El segundo y contrario al anterior, es cuando decides dejar de ser autónomo y creas tu propia familia, a partir de ese día las decisiones que tomes con tu tiempo implicarán a más personas. Ese fue el día en el que me fui a vivir con la que sería mi mujer todos estos años. El tercero es volver al primero pero de forma evolucionada, como la vuelta de escalera que te sitúa en el mismo sitio, pero en un punto superior, o inferior, según se mire. Es el día en que vuelves a disponer de tu tiempo de forma individual, al menos en mi caso, esto no ha sido de forma prevista ni voluntaria. Hace un mes mi mujer nos dejó y con dolor sufro su falta.
En todos estos momentos creo que conviene hacer balance. Valorar lo que has hecho en la anterior etapa y pensar qué se espera de esta nueva. Se trata de organizarse, de estructurar como vas a gestionar la nueva situación. En este momento clave, yo decidí jubilarme, aunque ya tenía que haberlo hecho tiempo atrás, y dejar el trabajo a la sangre nueva que empujaba desde abajo.
Durante estos años en que he disfrutado de ser padre, cierto es que ha recaído más en manos de mi mujer la dura tarea de educar a nuestros hijos. Lo he intentado pero con poco éxito, siempre el tiempo, el trabajo, etc. Les hemos provisto de estudios, de viajes, de experiencias, de más de lo que han necesitado y de casi todo lo que han querido. Quizás por eso, me sentía culpable. Culpable de no haberles enseñado más o por lo menos algunas cosas importantes. La vida cómoda no les ha dejado disfrutar de las pequeñas cosas de las que yo disfrutaba en mi juventud. No han tenido que inventarse los juguetes ni imaginarse castillos con sábanas y cojines, no han tenido que crear negocios ficticios ni viajes mágicos porque los han tenido en la realidad. No han estrujado su cerebro para pensar cómo crear, ni han podido disfrutar de ver como tu creación crece. No han sido capaces de sentir la satisfacción del jardinero, de cuidar su jardín y verlo florecer esperando algo tan ambicioso como es el orgullo del trabajo bien hecho. Se han perdido la adrenalina y la emoción del riesgo, las noches sin dormir porque no sabes como solucionar un problema. Lo han visto y tenido todo fácil, evidente. Y como la gente necesita retos, los que no han encontrado en el trabajo, los han buscado en cosas, no en vivencias, y las cosas no tienen el sentimiento de las vivencias. Me sentía culpable por no haberles enseñado todo esto.
Es por eso que en mi jubilación, que por otro lado sé que mis hijos esperaban con impaciencia, decidí repartir mi herencia dejándoles lo que no pude darles en vida, una lección, un aprendizaje. Cedí todos mis bienes materiales a una fundación que gestionaría un buen amigo de la infancia y a cada uno de mis hijos una copia del libro “Tener y ser” de Erich Fromm con la dedicatoria “mi bien más valioso es habido sabido disfrutar de lo que he hecho, de mi vida. Por eso a vosotros no puedo menos que intentar daros ese bien, disfrutad de la satifacción del esfuerzo, de la superación propia, de la consecución del logro. El resto de las cosas son efectos colaterales de este hecho”
El cáncer que se suponía me había desaparecido hacía ya diez años volvió a ocupar mi cuerpo, los médicos no consiguieron justificar que reapareciese. Yo sabia el porqué, estaba ocupando el hueco que había dejado mi mujer. Ella era la que me daba las fuerzas para querer mejorar cada día, esforzarme, y sin ella el cáncer tenía un rival débil con el que enfrentarse.
Ahora estoy en el hospital, ingresado, he visto en los ojos de mi médico que la perspectiva no es buena, y posiblemente no llegue a las próximas navidades, que es cuando conseguía juntar a todos mis hijos en la misma mesa. Desde que les expliqué lo de la herencia ninguno a venido a verme, ni me ha llamado al hospital. Es evidente que se han enfadado mucho conmigo por este tema. Pensaba que era yo el que les iba a enseñar algo, sin embargo están siendo ellos los que me están ensañando, aún a pesar que hace años que digo que ya soy mayor para aprender cosas nuevas. De la misma manera que hay tres etapas en la vida también hay tres formas de aprender: La experiencia propia es el mejor camino; el ejemplo, no siendo tan educativo sigue siendo bueno; y el peor, el que yo intentaba aplicar es con la palabra. Por desgracia es tarde ya para corregir mis errores de la vida.

viernes, 21 de octubre de 2011

EL PARQUE CON MI ABUELO

Querido diario:

Hoy me he escapado a dar una vuelta por el parque, hace ya un mes que me han dado de alta en el hospital pero dicen que me tengo que quedar en mi habitación unos días más y eso es muy aburrido. He ido al parque porque es lo que más me apetecía, estaban allí mis amigos del colegio, pero nunca quieren jugar conmigo. Además como este año tuve que estar en el hospital pues no están acostumbrados a hacerme un hueco en los juegos. Por eso he estado sentado en un banco hablando con mi abuelo que siempre va a pasear por el parque por las mañanas.
Esta semana lo he visto tres veces y me gusta mucho las cosas que me cuenta, me habla de cuando era niño y del pueblo, del campo, de como montaba a caballo y cosas de esas. Me habla también de la abuela, que la echa de menos y yo también porque hacía unas rosquillas más ricas que las de mamá. Me pregunta por mis padres, que como no se ven pues no está nada enterado de lo que pasa en casa, de que a papá le han echado del trabajo y se pasa el día en el bar, y de que mamá está muy triste y preocupada porque sigo malito. Yo le conté lo del hospital y que no me gustó nada de nada, que sientes siempre frío aunque tengan la calefacción a todo trapo, que la gente es muy seria y casi no hablan contigo, además a veces me hacen daño. Desde que estoy en casa estoy más a gusto, porque mi mamá me da muchos besos y me cuida mejor. Además siempre me hace para comer mis platos preferidos. Lo malo espero el médico me ha dicho que tengo que tomar un montón de pastillas y mi madre está muy preocupada.
Lo de las pastillas no me gusta nada, así que hago que me las tomo pero las escondo debajo de la lengua y luego las tiro al water, porque cuando me las tomo luego estoy muy cansado y no tengo fuerzas para escaparme al parque y ver a mi abuelo. No se lo puedo contar a nadie porque no quiero que se preocupen por mí y piensen que me puede pasar lo mismo que al tío Julio.
Cuando llego a casa me pongo otra vez el pijama para que mi mamá no vea que fui a jugar y me meto en cama. Es tan buena que no se entera de nada, a veces me toca lavar los pantalones en el lavabo y ponerlos a secar debajo de la cama, pero nunca me ha pillado. No le puedo contar que veo al abuelo, ni que he hablado con él. Eso si que le pondría muy triste a mi mamá y por eso prefiero no contarle nada, supongo que bastante tiene con lo de papá y con que esté en cama y malito.
Antes de que me llevasen al hospital le contaba siempre a mamá que veía al abuelo y le contaba las cosas que hablaba con él y ella se ponía a llorar, siempre se pone sensible. Mi familia siempre ha tenido cosas de estas, o se quieren mucho o no se pueden ver delante. Es siempre como si estuvieses montado en la montaña rusa, lo que pasa es que no sabes cuando estás arriba ni cuando estás abajo.
Igual es mejor que vuelva a tomarme las patillas y deje de ver a mi abuelo, que yo ya sé que se murió el año pasado y que solo lo puedo ver yo en mi imaginación, pero me hace mucha compañía y le echo de menos. El parque sin mi abuelo es mas aburrido. Igual me porto bien para que mi mamá no esté más triste y se arregle más para salir a la calle y sea la más guapa del barrio, como siempre ha sido.

viernes, 30 de septiembre de 2011

ODIO

Hoy por fin lo he entendido todo, he desentrañado un sentimiento desconocido para mía hasta hace bien poco, el odio.
Siempre había creído en la necesidad del trabajo y el esfuerzo para la consecución de los objetivos. El llegar a donde hoy me encuentro ha supuesto mucho de ambas cosas. No soy amigo de hablar de casualidades, más bien de saber aprovechar las oportunidades que te surgen, y creo que de eso yo he sabido bastante. El haber conocido a la gente adecuada, y el haber hecho algunos buenos negocios solo me abrió la puerta a la élite a la que ahora pertenezco.
Recuerdo perfectamente los meses de ahorro, guardando cada euro, sin darme ni el más mínimo capricho para poder pagar las letras de un coche y una ropa que fuese valorado por esa casta que envidiaba y ansiaba. Recuerdo con orgullo las horas frente a los espejos de mi apartamento practicando las posturas, los gestos, conversaciones ficticias, viendo películas en las que poder aprender como se comportaba la gente en la que me quería incluir. Puede que alguien pueda pensar que estar en la élite es sencillo, para mi no lo fue. Fingí durante años saber jugar al golf, esquiar o hacer vela, reí chistes clasistas que no compartía y seguí conversaciones interminables sobre inversiones y rentabilidades en las que apenas podía aportar algo más que humillación y vergüenza. Pagué clubes selectos apenas ganando lo que cobraría el que nos limpiaba los baños. Estaba convencido de lo que quería y el esfuerzo que iba a requerir.
El tiempo me lo dio, y de todo aquello salieron los frutos y hoy soy uno de ellos. Los contactos funcionaron, el dinero llegó y por fin empecé a sentirme merecedor del lugar que ocupaba en aquella sociedad exclusiva. Por fin todo iba bien. Todo iba bien hasta que llegó él, Francisco Gonzalez Blanco, ni siquiera su nombre quería decir nada. Un don nadie con todas las letras.
Entró de la mano de mi buen amigo Javier Ureña, amigo que me gané invirtiendo lo que para mí, en aquel entonces, era una fortuna, en cenas y salidas nocturnas. Javier era un tipo de trato afable, a pesar de su aspecto despreocupado yo sabía de su capacidad de análisis y valoración de las personas. No entendía como había podido traer a ese personaje a una de nuestras reuniones en el club. Era un completo desconocido, un peón de la sociedad, hablaba como un camarero de barrio. Si me hubiesen preguntado diría que vivía en Vallecas o Carabanchel, ni siquiera tenía conjuntados los zapatos con el cinturón, sin hablar de su corte de pelo. Cierto era que podía generar cierta gracia su desparpajo y naturalidad, aunque del todo inapropiado, incluso indecente. Para mis adentros pensé que quizá lo había traído para mofa de la pandilla. Yo había invertido años de mi vida en ser como ellos, y desde luego que no estaba dispuesto a permitir que este don nadie ocupara un sitio en aquella mesa sin ningún tipo de mérito además de saber contar chistes y decirle tonterías a las camareras. Supongo que el odio nació aquel día, a pesar de que tardé semanas en entenderlo.
Las visitas de Francisco, que al segundo día ya era Paco, se repitieron. Se ganó a la gente a pesar de no tener donde caerse muerto. Trabajaba de comercial vendiendo coches, Seat, para más inri. Me sentía incomodo no solo porque se hubiese hecho un hueco en el grupo que a mí me había llevado años, sino porque además se había convertido en el centro de atención. Por su culpa, cambiamos partidas de pádel por excursiones a la montaña, nuestras copas en el reservado del Luxuri, por darnos codazos en las barras de Malasaña... durante semanas no entedía nada. Yo había invertido veinte años de mi vida en pertenecer a esa élite y el se había colado directamente en el corazón del grupo y por la puerta de atrás. El odio se extendió como un virus, incluso con manifestaciones físicas, vómitos, fiebre, mareos, etc. Era incapaz de controlarlo, al verlo me temblaba todo el cuerpo, se me aceleraba el corazón, solo su presencia me sacaba de mis casillas.
Ahora que estoy pagando por lo que hice me doy cuenta porqué matarlo no hizo que desapareciese esa sensación. En aquel momento no lo veía, solo pensarlo hace que me inunde la tristeza y la ira, me deshago como un niño pequeño al que regaña su padre, pero a quien realmente odiaba era a mi mismo. Desprecio cada cosa que tengo, cada día que he vivido hasta hoy, lloro sólo con mirarme al espejo. He tirado mi tiempo, mi vida, mi trabajo y mi esfuerzo luchando por un objetivo equivocado. Había fijado mi mirada tan abajo, en el camino, que perdí de vista la meta . Y ahora ya no puedo recuperar nada de lo perdido, y lo he perdido todo.