jueves, 2 de febrero de 2012

EL PELUQUERO

En aquel lejano país, todos los niños estábamos obligados a ir al peluquero con frecuencia. Había padres que ejercían la función, incluso en estos casos era obligatorio. Es más, era a estos niños a los que más atención prestaban los peluqueros, pues desconfiaban de que sus padres hiciesen mal el trabajo. Yo era uno de esos niños. Primero mi abuela y luego mi madre, me sentaban en el baño frente al espejo. Cerraban la puerta para generar un ambiente hermético, sin ruidos ni oídos. Incluso cogían una tijera para darle más realismo a la situación, y con tesón y paciencia, recreábamos la puesta en escena de un corte de pelo. Recuerdo en la lejanía las primeras veces, las recuerdo con inquietud y miedo. Todo lo que rodeaba cortarse el pelo me ponía nervioso, no porque me asustasen las tijeras o el encerrarme en el baño con mi abuela y mi madre; lo que me preocupaba era la preocupación que veía en sus caras. Aún sin saber exactamente porqué, deducía que era algo importante y peligroso.
Un día tras otro, recreábamos la situación de cortar el pelo, siempre la misma dinámica, siempre los mismos procedimientos, siempre las mismas preguntas. Mi madre, con un nerviosismo disfrazado de ternura, corregía mis respuestas. Insistiendo, una vez tras otra, en las mismas cosas. A veces, sobre todo las primeras veces, me ponía a llorar, pero ni siquiera ahí parábamos. Me explicaría, años después, que de haber hecho caso de mis lloros, nunca habría aprendido a ir al peluquero; pues en el peluquero de verdad, se llora, y eso no arregla nada.
Las primeras veces que fui al de verdad, debió de salir todo bastante bien. Recuerdo, que la preocupación y nerviosismo que transmitía la mirada de mi madre al entrar, se tornaba relajación y alegría al salir. De hecho, muchas veces me compraba gominolas, cosa que era tremendamente excepcional.
Quizá porque nos relajamos, quizá porque tenía que ser así, a los doce años me cambiaron el peluquero. En lugar de ir al que había ido toda mi vida, en mi pueblo, me hicieron ir una vez al mes a uno en la capital. Tres horas en autobús todos los meses, con la cantidad de cosas que tenía que hacer, fue un incordio importante. Estaba claro que no se fiaban de que el de mi pueblo estuviese haciendo bien su trabajo. Al fin y al cabo, en el pueblo nos conocíamos todos y existía cierta complicidad. De hecho solo yo y otro niño, hijo de un maestro, teníamos que ir al peluquero de la capital.
Volvimos otra vez a las sesiones interminables en el baño, las recreaciones completas, con sus rituales y sus dinámicas. Sentía una impotencia enorme. Las ganas de llorar me venían cada día, pero ya me había hecho mayor y las lágrimas se convertían en rabia contenida. Mordiéndome los labios, aguantaba día tras día, las sesiones de peluquería en el baño. Además, los niños del colegio me empezaban a mirar raro, porque todo el mundo sabía que yo era el que tenía que ir al peluquero de la capital. Y en cualquier sitio ser diferente está mal, pero en mi pueblo aún más.
Estaba claro que había diferencias entre los peluqueros. El de mi pueblo, al fin y al cabo, era un vecino más. Hacía su trabajo y lo sacaba adelante, pero no era un profesional. Buscaban, pero no encontraban, era más un trabajo de cotilleo que otra cosa. Los auténticos profesionales estaban allí, en la capital. 
La primera vez que fui, recuerdo que sobre todo, me impuso el edificio: Gris, enorme, y sin ninguna ventana. Parecía como un bloque de hormigón, de los que ponen en los puertos, pero en plan gigante. Una pequeña puerta en la fachada te hacía sentirte una hormiga. La gente dentro estaba muy seria. Con mis doce años, dí mi nombre y dije que tenía cita con el peluquero. Me acompañaron a una sala de espera, donde otros niños como yo esperaban su turno. 
Todos se veían serios, pero en el fondo de sus ojos, yo que tenía mi experiencia, podía ver un brillo especial. Por desgracia ese brillo, que tenían todos al entrar, no todos lo tenían al salir. Setenta y dos veces tuve que ir a la capital, no olvidaré ninguna de ellas. Setenta y dos veces sentado en la gran silla frente al espejo. Setenta y dos veces respondiendo a las insidiosas preguntas del peluquero. Setenta y dos veces siendo atormentado el chac-chac-chac de las tijeras junto a mi oreja. Por suerte, al cumplir los dieciocho se dieron por vencidos y entendieron que su trabajo estaba hecho. Porque lo realmente importante de todo aquello, no era la amputación que se producía de nuestras protuberancias capilares, sino el cortar los sueños que desde muy temprana edad se desarrollaban en la cabeza de los niños. Y esos sueños eran lo realmente peligroso que había que recortar.

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