Hoy por fin lo he entendido todo, he desentrañado un sentimiento desconocido para mía hasta hace bien poco, el odio.
Siempre había creído en la necesidad del trabajo y el esfuerzo para la consecución de los objetivos. El llegar a donde hoy me encuentro ha supuesto mucho de ambas cosas. No soy amigo de hablar de casualidades, más bien de saber aprovechar las oportunidades que te surgen, y creo que de eso yo he sabido bastante. El haber conocido a la gente adecuada, y el haber hecho algunos buenos negocios solo me abrió la puerta a la élite a la que ahora pertenezco.
Recuerdo perfectamente los meses de ahorro, guardando cada euro, sin darme ni el más mínimo capricho para poder pagar las letras de un coche y una ropa que fuese valorado por esa casta que envidiaba y ansiaba. Recuerdo con orgullo las horas frente a los espejos de mi apartamento practicando las posturas, los gestos, conversaciones ficticias, viendo películas en las que poder aprender como se comportaba la gente en la que me quería incluir. Puede que alguien pueda pensar que estar en la élite es sencillo, para mi no lo fue. Fingí durante años saber jugar al golf, esquiar o hacer vela, reí chistes clasistas que no compartía y seguí conversaciones interminables sobre inversiones y rentabilidades en las que apenas podía aportar algo más que humillación y vergüenza. Pagué clubes selectos apenas ganando lo que cobraría el que nos limpiaba los baños. Estaba convencido de lo que quería y el esfuerzo que iba a requerir.
El tiempo me lo dio, y de todo aquello salieron los frutos y hoy soy uno de ellos. Los contactos funcionaron, el dinero llegó y por fin empecé a sentirme merecedor del lugar que ocupaba en aquella sociedad exclusiva. Por fin todo iba bien. Todo iba bien hasta que llegó él, Francisco Gonzalez Blanco, ni siquiera su nombre quería decir nada. Un don nadie con todas las letras.
Entró de la mano de mi buen amigo Javier Ureña, amigo que me gané invirtiendo lo que para mí, en aquel entonces, era una fortuna, en cenas y salidas nocturnas. Javier era un tipo de trato afable, a pesar de su aspecto despreocupado yo sabía de su capacidad de análisis y valoración de las personas. No entendía como había podido traer a ese personaje a una de nuestras reuniones en el club. Era un completo desconocido, un peón de la sociedad, hablaba como un camarero de barrio. Si me hubiesen preguntado diría que vivía en Vallecas o Carabanchel, ni siquiera tenía conjuntados los zapatos con el cinturón, sin hablar de su corte de pelo. Cierto era que podía generar cierta gracia su desparpajo y naturalidad, aunque del todo inapropiado, incluso indecente. Para mis adentros pensé que quizá lo había traído para mofa de la pandilla. Yo había invertido años de mi vida en ser como ellos, y desde luego que no estaba dispuesto a permitir que este don nadie ocupara un sitio en aquella mesa sin ningún tipo de mérito además de saber contar chistes y decirle tonterías a las camareras. Supongo que el odio nació aquel día, a pesar de que tardé semanas en entenderlo.
Las visitas de Francisco, que al segundo día ya era Paco, se repitieron. Se ganó a la gente a pesar de no tener donde caerse muerto. Trabajaba de comercial vendiendo coches, Seat, para más inri. Me sentía incomodo no solo porque se hubiese hecho un hueco en el grupo que a mí me había llevado años, sino porque además se había convertido en el centro de atención. Por su culpa, cambiamos partidas de pádel por excursiones a la montaña, nuestras copas en el reservado del Luxuri, por darnos codazos en las barras de Malasaña... durante semanas no entedía nada. Yo había invertido veinte años de mi vida en pertenecer a esa élite y el se había colado directamente en el corazón del grupo y por la puerta de atrás. El odio se extendió como un virus, incluso con manifestaciones físicas, vómitos, fiebre, mareos, etc. Era incapaz de controlarlo, al verlo me temblaba todo el cuerpo, se me aceleraba el corazón, solo su presencia me sacaba de mis casillas.
Ahora que estoy pagando por lo que hice me doy cuenta porqué matarlo no hizo que desapareciese esa sensación. En aquel momento no lo veía, solo pensarlo hace que me inunde la tristeza y la ira, me deshago como un niño pequeño al que regaña su padre, pero a quien realmente odiaba era a mi mismo. Desprecio cada cosa que tengo, cada día que he vivido hasta hoy, lloro sólo con mirarme al espejo. He tirado mi tiempo, mi vida, mi trabajo y mi esfuerzo luchando por un objetivo equivocado. Había fijado mi mirada tan abajo, en el camino, que perdí de vista la meta . Y ahora ya no puedo recuperar nada de lo perdido, y lo he perdido todo.
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