Eran las 6 de la tarde. Estaba deseando terminar aquel informe que me había ocupado toda el día. Había quedado con Silvia a las 6:30 en el hotel Avenida y no quería llegar tarde. Hoy había preparado para nosotros una fiesta sorpresa. Me había dicho que llevase un antifaz y ropa interior de color rojo. Lo cierto es que siempre se le ocurrían cosas para hacer de cada una de nuestras citas clandestinas algo diferente y nuevo. Habíamos empezado nuestros encuentros secretos poco después de tener a mi hijo David. Supongo que dejar de ser el foco de atención en casa me hizo caer en aquella tentación. Silvia era algo especial. Al principio buscábamos sitios recónditos, alejados y secretos para nuestros encuentros, pero con el tiempo habíamos ido perdiendo el miedo a ser descubiertos y cada vez nos veíamos en sitios más céntricos. Por otra parte, cada vez me daba más igual.
Cuando llegué al hotel Silvia ya estaba allí, esperándome. Había dejado a los niños con la canguro y también tenía prisa por llegar a casa, así que tuvimos que acelerar nuestros juegos de pasión. No fue un problema, nunca lo era. Con ella el sexo era algo diferente, apasionado a la vez que sencillo, nos gustábamos y disfrutábamos de nuestros cuerpos sin tabús ni complejos. Nos amamos durante dos horas y quedamos para la próxima semana, misma hora, mismo sitio.
De camino a casa paré a comprar algo, una tarta de fresa para David y Lucía y un ramo de flores para mi mujer, rosas rojas, algo clásico pero elegante. Estaba claro que me sentía culpable por llegar tarde. Me había dicho que llegase antes de las 9, que tenía una cena especial preparada y no me gustaba fallarles.
Intenté no hacer ruido al abrir la puerta. Disfrutaba viendo las escenas familiares de mi casa como si de una cámara oculta se tratase. Los niños jugaban a los castillos en el salón. Me acerqué a la cocina y sin hacer ruido me apoyé en el marco de la puerta. Mi mujer estaba de espaldas, frente la ventana, terminando de colocar un apetitoso asado sobre una fuente. Estaba sexy con aquel delantal que ceñía su cintura. Me acerqué por detrás sin hacer ruido y le besé en el cuello. Ella inclinó su cabeza sobre la mía apoyando su mejilla contra mi cara. Sentí ese calor que solo te da el hogar, estaba en casa, por fin a salvo del duro día.
Llamé a los niños que vinieron como dos ciclones. Tuve que separarles de la tarta para que no le metiesen los dedos antes de cenar. Puse las flores en agua y nos sentamos a la mesa. Los niños estaban algo revoltosos, más de lo habitual, se acercaba el cumpleaños de Davíd. Quería que empezásemos a comer cuanto antes, tenía hambre y dije “Cariño, ven a sentarte que ya sirvo yo la cena”. Ella se acercó y se sentó a mi lado. Al inclinarse, la falda que llevaba se subió un poco y no pude evitar quedarme mirando para sus muslos. Seguían manteniendo la sensualidad de cuando era una adolescente. Ella vio como me quedaba mirando. Con una sonrisa ruborizada me guiñó un ojo con una picardía que solo ella era capaz. En ese momento el estómago me dio un vuelco. Sentí esas cosquillas que sientes en el estómago cuando una sensación es tan intensa que no la puedes digerir. Nunca iba a dejarla. Era la mujer de vida, yo lo sabía. Lo de no tener dudas de este tipo es una de la ventajas de que tu amante y tu esposa sean la misma persona.
Para completar la moraleja positiva y constructiva, adecuarla a la igualdad de género que se va imponiendo en la actualidad, hubiera sido más adecuado intercambiar el sexo de los personajes. Para ajustar un poco esta moraleja a lo políticamente correcto se podría ampliar la cita de A. Dumas diciendo que a menudo debe ser llevada entre tres y cuatro personas.
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